Lo que al principio fue una molestia dentro de mi interior, con el tiempo fue creciendo como si fuera un tumor. Sin ser mujer, me incliné a visitar a un ginecólogo para que me dijera qué rayos era lo que tenía dentro de mí (total, era pariente mío, y la consulta me salía gratis).
Me asusté con su diagnóstico: “tienes un útero dentro de ti”.
“Esto es muy raro –prosiguió el buen hombre– nunca me había topado con un caso tan extravagante como el tuyo”. Y yo por dentro estaba lleno de onomatopeyas, ¡saz!, ¡crash! y ¡bum! No podía pensar con claridad. Algo se había fragmentado dentro de mí. A ratos era Ron quien tomaba la posta de mi cuerpo, pero a grandes rasgos era Roxanne quien luchaba por retomar el dominio de mi cuerpo y personalidad.
Conforme pasaban los días, el útero crecía cada vez más, tomando la forma de un toro bicorne deformado que se marcaba sobre mi pelvis. Un amigo juguetón llamado R, me sugirió que por qué me entristecía tanto ante un mal rarísimo de esta naturaleza, sino que debía estar alegre porque podría cacharme a mí mismo y ahorrarme unas pajas al hilo con la Manuela. Eso siempre y cuando el diagnóstico –dentro de veinte días– del mismo ginecólogo (quien me pidió la exclusiva para él, a costa de tener consultas gratis y diagnósticos conforme evolucione esta dolencia que me intriga incluso a mí), me dijera que el útero se asentara dentro de mi cuerpo y quizás apareciera una forma desconfigurada al comienzo de una vagina con sus labios.
Por el momento manejábamos la teoría que se trataba de un útero flotante. Quién sabe. A la par de sustos que son disgustos, no debía abandonar mi prolífica actividad de generar memes randoms y pornos para desestabilizar a los pequeños egos que se apoderaban de la conducción de ciertos grupos de facebook a los que era muy aficionado. Sumado a ello, mis clubes de lectura, que me daban unos momentos gratificantes, siendo yo el único que exponía y todos los demás escuchándome.
Veinte días después, me confirmaron que se trataba de un útero flotante y jodido. Me dolía toda la pelvis y andaba como loca histérica sin haber tomado sus Ponstans. Además de todo eso, rabiaba peor que perra loca, debido a los cólicos insoportables de las cuales me sentía víctima de feminismo, veganismo, violaçaos y providas. Ni el té de orégano ni otros emeagogos me servían para lidiar con el dolor y esta porquería del cual era presa cada vez más.
Fue un lunes que, ni bien desperté, salí disparado de mi cama porque sentía algo húmedo entre las piernas, Me dije: “Oops, se me salió el útero!!!” Aquel órgano tenía vida propia. Se había adherido a mi pierna izquierda. Pensé: “No saldré a la calle nunca más, por temor a que me gritaran transexual o tantos otros improperios hirientes”. Los pocos que me conocen de verdad, se asombraron al verme con un útero de reales dimensiones cerca de mi rodilla. Alguna prima mordaz me preguntó si le había puesto nombre a esa protuberancia femenina, como si de un peluche se tratara.
Camino con dificultad, no por alguna dolencia física, sino por la vergüenza de tener que andar con una cosa así entre las piernas. Porque es rarísimo. ¿Qué hombre, entre los varios millones que habitan este planeta Tierra, le tocó sacarse en suerte, un mal premio de esta naturaleza cruel y burlona? Un útero. Doy mi vida porque me extraigan este útero, ¡por dios! ¡Por dios, por la playa y por el útero!
Antes salía con chicas, incluso las aconsejaba. Ahora no lo hago. Si no, vergüenza ajena me daría. Supongamos, por un momento, que salgo… ni bien me le acerco a ella, es capaz de gritarme “aléjate de mi presencia” o “¿qué mierda estás trayendo entre las piernas?”
Fui de nuevo al consultorio. “Hemos descubierto algo con respecto de tu útero que te traes en la pierna. Al parecer alguien te ha hecho tremenda violaçao y te ha dejado con eso como premio. Dime Roxanne, ¿tienes algún enemigo o enemiga que te quería hacer demasiado daño como para dejarte sembrado un útero flotante?”
Me puse a pensar (y no me puse en cuatro, ojito cuidado)… recordé a una chica que a las finales todo se acabó por culpa de unas velas de mierda, pero no era para que me guardara rencor de esa manera. Mucho menos la segunda, que era la prostituta, que sólo quería un lapsus temporal mientras que yo no le entraba a esas cosas sin protección. “No, la verdad que no le encuentro sentido alguno… ¿Y dices que ha sido posible por fruto de una violación hacia mí?”
“Es posible”, me dijo el ginecólogo, acompañado de un médico legista amigo suyo. El legista quiso hablar: “es posible que en alguna ocasión a usted lo durmieran, razón poderosa por el cual no sintiera nada, ni la más leve hinchazón, salvo cuando empezaron las manifestaciones propias de ese útero flotante”.
Claro, asentí. Era lo evidente. No recuerdo la verdad cuándo fue el preciso momento en que empezó todo. Siguió el médico legista.
“Una vez que hemos agotado todas las posibilidades hipotéticas sobre como pudo aparecer un útero viviendo dentro de ti de manera independiente, siempre nos queda el lado fantasioso para sospechar con mayor fuerza. Si es que mis pronósticos no están mal, y eso lo sabremos dentro de dos semanas todavía, según la muestra que derivé a un laboratorio especializado de Canadá, todo dependiendo de lo que muestren los resultados… es que quizás…”
Yo angustiado, no dejaba de mirar con temor a los ojos al médico legista, y el ginecólogo le instaba que acabara su idea, en medio de un clima de camaradería entre tres desconocidos, reunidos por una causa en común. El médico legista puntualizó lo siguiente: “Quizás a usted lo han abducido una noche sin que se diera cuenta, quizás dormido, y he ahí el detalle, de que le hayan inoculado o inyectado aquel feto deforme, consistente en sólo un útero flotante y con vida propia”.
¿Abducido? –le pregunté– ¿Abducido por quién?
Nos miramos ginecólogo, legista y paciente. La tensión aumentaba. Fue el ginecólogo, a pesar de que iba contra sus creencias, quien víctima de las circunstancias como la que nos reunía en ese preciso momento, afirmó con pesar lo siguiente: “los extraterrestres, Roxanne; los extraterrestres, aquellos seres grises que aparecen en las historias de Roswell y el Área 51”.
Nuevamente sentí un flujo de ideas. Volvió el ataque de pensamientos onomatopéyicos: ¡saz!, ¡crash! y ¡bum!
Algo se había fragmentado, doblemente dentro de mí.
No sé quien soy, bajo qué
máscara, pero de ti sé todo.
Odié la vida y la muerte. Odié la cama en la que estaba recostado, odié los medicamentos que me administraba el ginecólogo pero que no surtían efectos en cuanto a vergüenza anímica y dolores del parto. Odié a la primera chica con la que salí alguna vez, la de las velas de mierda. A la segunda por ser tan puta. Odié a los hijos de su madre de los extraterrestres, por ser tan maricas para insertarme un útero como si fuera un gato regalado y que ahora, al parecer, se está desprendiendo de mi cuerpo. Odié a ese maldito útero, que es propiedad de las mujeres, y no de mí, un completo asexuado traumado por sus relaciones anteriores y sin ganas de formar una familia, tener hijos, etc. Porque el sexo es asqueroso. Pero qué sabrán de eso ustedes, que no están listos para esta conversación.
Ayer por la tarde se fue el útero. Me dejó solo, cual residente que desaparece y no vuelve más. Pero este útero era rencoroso: me dejó de regalo una cicatriz en la pierna, como si ella o eso mismo, hubiera llevado clases quirúrgicas de catgut y ya quisiera largarse cuanto antes.
¡Maldito útero!